Que un promotor privado consiga congregar en una de las instalaciones municipales a miles de jóvenes hasta lograr colgar el cartel de NO HAY ENTRADAS solo puede calificarse de éxito. Al menos de éxito recaudatorio. Y que el Ayuntamiento, a base de subcontratas con tufo a pufo, no pueda garantizar la seguridad de esos chavales por, pongamos un ejemplo, la ausencia de controles capaces de detectar artefactos como la bengala que propició el desastre o, pongamos otro, impedir colarse a los espabilaos de turno para no agravar más las estampidas, solo puede tildarse de fracaso, además de tragedia. Finalmente, que el Ayuntamiento decida acabar con este tipo de fiestas con tirón entre miles de personas, fuente de ingresos de una sociedad pública, Madrid Espacios y Congresos, que multiplicó por cuatro su deuda durante la era de Gallardón y ahora amenaza la ruina, solo puede tacharse de incompetencia. Sí, intervino la mala suerte; sí, nunca estás seguro de poder evitar estas cosas; sí, en este tipo de zocos juveniles se esnifa speed, se fuman porros, se ingiere cristal, pero la organización de los eventos también puede desarrollarse mejor que lo demostrado en la madrugada del jueves en el recinto de la Casa de Campo.
Retrocedamos 29 años en el tiempo, al 18 de diciembre de 1983. La TV y las radios, informaban a viva voz de más de cien muertos tras el incendio ocurrido en la discoteca Alcalá 20 la noche anterior (al final serían 82). En plena conmoción, alguien pregunta a Enrique Tierno Galván por medidas más contundentes contra los locales permisivos, es decir, por el cierre. Tierno responde sin temblar:
- "Si adoptáramos medidas drásticas después de la tragedia, tendríamos que cerrar 500 locales".
Medidas se tomaron, porque, aunque después las hubo, no se recuerdan tragedias tan colosales en la Villa y Reino. Palabra de alcalde.
La decisión de la señora de Aznar sirve de recordatorio a los ciudadanos capitalinos de que aún les quedan (nos quedan) tres años de Consistorio con Botella al frente. La rueda de prensa al día siguiente de la avalancha del Madrid Arena es solo un espejo, un chiste malo sobre lo que de verdad importa a los madrileños. Acostumbrados tiene la regidora a los periodistas a la chanza, a la mofa y befa, al recochineo: el recuerdo de su intervención en el Debate sobre el Estado de la Ciudad solo puede provocar risa, independientemente del color político que uno profese ("El tripartito andaluz que forman PSOE e IU", "El pleno empleo es la mayor medida social"), pero lo que hay detrás, el insoportable desierto de lo real que ha dejado la crisis y que alguien debe gestionar, no provoca ninguna gracia. Los proveedores vuelven a sufrir demoras en los pagos del Ayuntamiento porque Botella no ha solucionado, sino agravado, la morosidad que padece Madrid, con su corolario de cierre de empresas, desempleo y cosas similares; la deuda municipal sigue siendo la mayor de España, y ya no vale eso de que la capital tiene la deuda que genera, porque no es cierto; en la plaza de Cibeles se dan de cabezazos contra la pared cada vez que fracasa una subasta para colocar inmuebles que el Consistorio adquirió a precio de escándalo; brotan ideas milagrosas, como la posibilidad de no recoger la basura en días sueltos para ahorrar; pero, para idea milagrosa, hay una que se lleva la palma: el empeño en organizar los Juegos Olímpicos de 2020 con España convertida en una ruina. ¿Culpable Botella? Sí. Y también Gallardón.
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