Malos días, Soraya


Cuatro metros de asfalto y dos aceras son la brecha estrecha y profundísima que separa dos Españas. A un lado, el dormitorio de la vicepresidenta del Gobierno. Al otro, una bata de doctor, inerte sobre una percha, colgada del macetero de la fachada. Es el grito silencioso con que sus vecinos le dan los buenos días cada mañana a Soraya Sáenz de Santamaría. Como un saludo frontal. Allá, el poder. Acá, los colectivos afectados por sus políticas ponen en escena su protesta. Esa bata blanca, con el nombre de la solapa tapado por un crespón negro y un cartel de 'Sanidad Pública no se vende, se defiende' es lo primero que Sáenz de Santamaría ve cada mañana cuando sale de su casa, en una colonia de adosados en el extremo este del acomodado barrio de Salamanca. Cuando se monta en el coche oficial, camino de su despacho en La Moncloa, se suceden por la ventanilla los signos de oposición, como una alfombra roja de pancartas que se extiende por toda la calle. A izquierda y derecha hay batas, camisetas, carteles, sábanas pintadas… Es la escenificación de las tensiones sociales en un barrio 'bien' de Madrid sin lujos de rancia costumbre, ni abrigos de visón, ni los cochazos ni los despampanantes chalets de La Moraleja o La Finca. El hogar de los Rosa-Saénz de Santamaría se levanta en un barrio de casas bajas, presidido por 'El Pirulí', en el que abundan vecinos con perro y niños. Allí llegó la mujer más poderosa de España en 2007, a un adosado de tres plantas con jardín y piscina, y con un vecindario de ademán discreto, y cabreo, últimamente, en aumento.

«Yo esto no se lo estoy diciendo a ella directamente, puesto que la decisión de privatizar la Sanidad es del Gobierno de la Comunidad de Madrid, no del suyo», advierte Elena, la vecina de enfrente, pediatra del Hospital Gregorio Marañón y dueña de la bata de antes. Su esposo trabaja en cuidados paliativos para niños. «¿Tú crees que lo que hace mi marido puede generar beneficio? La sanidad tiene que crear riqueza, pero que se reinvierta en sanidad».

- Y viviendo tan cerca, ¿nunca se lo ha dicho directamente a ella?

- No hace falta, sería un insulto a su inteligencia pues lo debe de tener tan claro como yo.

Cuando la pediatra se encuentra con la vicepresidenta se saludan con cortesía. No cree que Soraya se sienta insultada por los carteles y para explicarlo, tira de ironía: «Al fin y al cabo, desear una buena sanidad pública es como desearle a alguien unas felices navidades, ¿no? Todo el mundo quiere una, supongo».

«Nos llevamos bien»


«Una cosa es la política y otra las personas», asegura Elena, miembro de una comunidad de vecinos que comparte con gentes populares como Aitana Sánchez-Gijón o Pastora Vega, y en la que no hay mayores problemas derivados de la seguridad que el engorro de los inhibidores de frecuencia que desconfiguran sus redes wifi, sus antenas y que ponen a los perros a ladrar. «Aquí nos llevamos bien».

Si hay pegas, no las cuentan, como si esta discreta colonia de casas del centro de Madrid se rigiera aún por cierta exquisita educación, casi victoriana, un código de respeto que separa lo público de lo privado, que distingue a la poderosísima 'número dos' del Gobierno de la vecina Soraya. Ese código ha saltado por los aires en otros ámbitos, en otras aceras convertidas en sartenes en las que arden 'los de arriba'. La clase política es consciente desde hace tiempo del desafecto de los ciudadanos. Las encuestas corroboran esa fractura, ese desencanto. En el último barómetro del CIS, los políticos son el tercer problema del país, por detrás de la economía y el paro, y por delante del cuarto, el nuevo invitado: la corrupción, detonador de lo que amenaza con ser un cóctel molotov social. Desde octubre a enero, el PP ha perdido once puntos en intención de voto; el PSOE, cinco, todo antes del espinoso asunto de los 'sobres'. Si algún político no sabía de este desamor, hay gente que ha comenzado a decírselo muy claro. A veces, demasiado.

Un ejemplo lo protagonizó la semana pasada María Dolores de Cospedal. Iba de compras cuando se encontró en Madrid con un grupo de extrabajadores de Telemadrid, que la llamaron «sinvergüenza» a pocos metros en un griterío sonrojante. Ella, acompañada de otra mujer, cruzó la calle y siguió adelante con su paseo. Después colgaron el vídeo en la red. Escenas similares se están viviendo en comercios, en parques, en bares y restaurantes... Recientemente, un ministro tuvo que abandonar una terraza al ser increpado de manera insistente por un grupo de personas. Dos dirigentes populares que estaban comiendo en un restaurante «medio» del barrio de Salamanca (50 euros por barba) vieron cómo una señora que estaba en otra mesa se acercó a ellos y les espetó: «Ustedes no deberían estar en restaurantes de esta categoría». En un comercio, a otro rostro conocido del PP le preguntó el dependiente: «¿Esto lo pagas con el dinero de los sobres?». El AVE también ha sido testigo de algunas 'escenas'. Ocurrió cuando los viajeros reconocieron a un par de miembros del Gobierno a los que empezaron a discutir sus políticas. El intercambio de opiniones fue a más y terminó con el vagón entero discutiendo en tono más acalorado.

En las tiendas, en las aceras, en los aviones, los políticos sienten la hostilidad de las encuestas como un escalofrío en el cogote. Sobre todo, les ocurre cuando comparten mesa y mantel. La imagen del político devorándose el dinero público con aperitivo, postre, vino, café y un whisky con hielo está tan enraizada que en el PP admiten que, hoy en día, a nadie se le ocurre mantener una reunión en un restaurante de lujo, ya pague el Estado, el partido o la cartera de cada cual. Buscan la privacidad de locales modestos o alejados del centro para no crear escándalo y dar pie a situaciones embarazosas. Fuera de Madrid, la situación no mejora. Después de broncas a pie de mesa, algunos optan por encargar la comida y celebrar los almuerzos y las cenas en locales privados. Ni siquiera ellos se atreven a acudir a buscar el 'tupper'.

La palma se la llevan Ana Mato, Fátima Báñez, Cristóbal Montoro... en fin, la fila azul del Congreso, pero toda la podredumbre asignada a la clase dirigente chorrea sobre los trabajadores rasos. En Génova, de vez en cuando suena el teléfono y alguien suelta un 'hijos de...', o una pregunta con retranca '¿Ahí es dónde dan sobres?'. También llegan faxes con sobres pintados. Cuando entran a trabajar, suelen recibir insultos: «¡Chorizos! ¡Ladrones!». «Ya estamos acostumbrados», admite un empleado. Del arco político español, no se libra nadie. Los sobres de Bárcenas son el estigma popular. La cruz del PSOE, además de los casos de corrupción en los que se ha visto envuelto, como los ERES falsos, es la herencia de Zapatero, la situación en la que dejó el país en 2011. Un exministro del PSOE se llegó a ver acorralado en un supermercado con sus hijos de la mano. Los catalanes también se llevan lo suyo: a los independentistas los mandan fuera de España cuando están en Madrid. Y allí ponen verdes a los centralistas. De la mala leche no se salva ningún partido. Les echan en cara el 'amiguismo', el golferío, el ascenso sin dar palo al agua, la 'dedocracia', las dietas y los privilegios: la nube de palabras asociada a la clase política. A toda entera.

Bárcenas prendió la chispa

Las miradas de enojo, las amenazas, las humillaciones (a un dirigente valenciano le lanzaron huevos la semana pasada) son la punta de un enorme iceberg que amenaza con abrir el casco -si no lo ha hecho ya- de los grandes partidos. Ellos lo perciben de primera mano. «No es un problema de ahora, ni propio de una sola formación», admiten fuentes del PP. Lo notaban hace tiempo, pero la primera portada sobre los supuestos sobresueldos de Luis Bárcenas abrió la veda. En Génova admiten que es «comprensible, por la situación de muchos que lo pasan mal, pero también injusto».

La secretaria general, María Dolores de Cospedal, fue más audaz en sus comentarios en el encuentro que organizó 'The Economist' hace cuatro días. «Esto de tirar al político -dijo- yo sé que es un deporte muy entretenido para muchos, pero, al final, es por lo que hemos luchado tanto en nuestro país: por un sistema democrático y una democracia representativa».

No es fácil que cale su mensaje. Un dirigente provincial del PP admite que «la gente está harta. Es normal, pero hay líneas que no conviene traspasar. Cuando te increpan o sientes la agresividad delante de tu hijo no es agradable. Esa es una espita que más vale no abrir nunca, porque no se sabe dónde puede terminar la cosa».

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